Vuelve Ben-Hur: La Fórmula-1 del Imperio Romano
El ocio en el mundo clásico se entendía como un tiempo para el descanso y el placer. Las carreras de carros en Roma, de actualidad ante el próximo estreno del «remake» de «Ben-Hur», eran uno de los espectáculos favoritos en el Circo Máximo
Jack Huston (que interpreta a Judah
Ben-Hur), en la histórica escena de la carrera de cuadrigas de la
superproducción que se estrenará en agosto en EE UU
Fuente: David Hernández de la Fuente | LA RAZÓN22 de mayo de 2016
El concepto de tiempo libre en las sociedades occidentales remite invariablemente al mundo clásico, a Roma y, más allá aún a Grecia, y lo hace en su inicio con un rico trasfondo literario y filosófico, aunque haya derivado en un ocio vacuo y manipulador. Si el vocablo castellano ocio remite al latín «otium» el concepto en griego antiguo se expresaba con una polisémica palabra, «scholé», que ha resultado nada menos que en nuestra «escuela». En Grecia «scholé» significaba, a la vez, tiempo libre e instrucción. Frente a ello, la falta de ocio era la «ascholia» (con la alfa privativa), es decir, el «no-ocio», implicaba un cierto estado de servidumbre de lo físico y lo material. El tiempo libre, en el ideal de los buenos ciudadanos, había que dedicarlo al cuidado del espíritu y de la cultura. Existían, por supuesto, en el mundo antiguo maneras de pasar ese tiempo libre en espectáculos de muy variada índole, desde el teatro y las competiciones deportivas, hasta las representaciones de danza, mimo o juegos de habilidad o lucha. Desde luego, el ocio del hombre de bien, como nos dicen Platón o Aristóteles, era para dedicarlo no a espectáculos serviles que envilecieran el alma, sino a los goces supremos de la especulación científica y filosófica, a la escuela del alma, o al bien colectivo representado por la dedicación desinteresada al gobierno de la polis.
Otra cosa era el atletismo antiguo, que tenía implicaciones religiosas, al celebrarse en el marco de los grandes festivales panhelénicos dominados por las cúpulas dirigentes de todo el mundo griego, y suponía un espectáculo regido por un código ético elevado y elitista. También tenía otra consideración muy diferente, por sus matices políticos y educativos, el teatro en Atenas. Nuestro ocio actual, como se ve, no puede equipararse conceptualmente con un tipo de ocio antiguo, pues este presenta una gran variedad.
En Roma, a grandes rasgos, el ocio se concebía en general como un lapso de descanso y placer, de dispersión del espíritu. A diferencia del mundo griego, en el unitario estado romano, en el que primaban la expansión militar y económica, se dio una organización socioeconómica más compleja, de sostenida y creciente urbanización, diferenciación de sectores sociales y con grandes masas de desocupados «libres», lo que tal vez mantenía a la mayor parte de la población ajena a intereses comunes en el plano de las ideas.
La negación del «otium» romano, es el «neg-otium», de donde deriva «negocio», es decir, trabajo al que se dedicaban negociantes y mercaderes, pero también la gestión de las haciendas de los ricos ciudadanos que gobernaban el estado romano, la llamada nobilitas patricio-plebeya que será el sustento de las cúpulas dirigentes desde la República. Pronto surgió el problema de a qué convenía que cada clase social dedicara el tiempo libre. El ocio del ciudadano romano de pro había de ser empleado, lejos del servicio público y de los ojos de los conciudadanos, en una soledad fecunda que se dedica a la producción de obras literarias, sobre todo de historia o filosofía política, recogiendo el ideal griego de la scholé. Así lo manifiestan las obras de Cicerón y, más tarde, de Séneca sobre el tema. Pero, por otro lado, Roma atestiguará el uso de una especie de ocio popular en forma de espectáculos masivos con arreglo a intereses políticos, para tener controlada a la población con festivales, juegos, carreras y otros espectáculos.
Baños de sangre y muerte
Sin duda dos de los espectáculos favoritos de las masas eran las carreras del Circo Máximo, heredadas del mundo griego, y los juegos gladiatorios, una bárbara derivación de los agones luctatorios del atletismo griego, protagonizada por esclavos, y que acababa en baños de sangre y muerte. Las carreras de carros recogían indirectamente la tradición del olimpismo griego, en el que las carreras en el hipódromo eran el centro de los juegos por su espectacular desarrollo y por ser financiadas por los grandes potentados de la época, que eran realmente los que obtenían el honor y la gloria del triunfo. En Roma, frente a Grecia, era el auriga el premiado y no el dueño de los caballos y el carro, y se convertía en toda una estrella para la sociedad. Las carreras fueron un útil instrumento de dominación social: los ciudadanos más pobres podían acceder a este espectáculo, ofrecido por su líder político, y acercarse al emperador, que se unía de esta manera a su pueblo. El público se organizaba en facciones que apoyaban denodadamente a uno u otro auriga, llegando a protagonizar enfrentamientos violentos. Bizancio heredará la pasión por las carreras de carros de caballos en el famoso Hipódromo de Constantinopla, algunas de cuyas estatuas se pueden ver aun hoy en la Basílica de San Marcos de Venecia. Las facciones del circo constantinopolitano, más rebeldes que las romanas, llegaron a protagonizar sonadas revueltas contra emperadores como Justiniano. El control social se acabaría convirtiendo en descontrol.
Pero el circo romano y todo lo que lo rodea sigue fascinándonos hoy día, ya sea como espectáculo irrepetible o como mecanismo sociopolítico (panem et circenses), en ambos casos como precursor de lo que hoy hay. Pocas recreaciones han sabido captar la fascinante atracción de este espectáculo de masas, entre política, ostentación y entretenimiento, como la famosa y vibrante escena de la carrera de cuadrigas de la película «Ben-Hur» (1959), de William Wyler, protagonizada por Charlton Heston, que ahora ha tenido un «remake» que llegará a las salas de cine este verano y que pretende ser aún más espectacular.
Sin embargo, el concepto de ocio en el mundo antiguo era otra cosa muy diferente al «entretenimiento». Lo que nos cuenta la literatura antigua es que había que aspirar a la scholé griega o al otium cum dignitate encomiado por Cicerón, formativos del espíritu, y alejarse de las masas a las que los poderosos adulaban con fiestas y espectáculos. Roma supone un desarrollo de un ocio mal entendido, como entretenimiento vacío, arma de propaganda, embrutecimiento y dominación. El ocio se comienza a expresar en actividades concretas y colectivas, no ya en términos ideales, regido por la búsqueda de lo inmediato y del placer material y desprovisto de los parámetros de moralidad expresados por los filósofos griegos y latinos. El tiempo libre, en suma, se moderniza notablemente en Roma: se empezará a parecer, de forma precursora, a nuestra idea de ocio, que cada vez, por desgracia, es más alienante y ajena a lo intelectual. Mantener, pues, al pueblo entretenido y lejos de la reflexión parece ser uno de los objetivos del poder en todas las épocas. Otro había de ser el ocio culto del ciudadano.
Charlton Heston al mando de su carro en «Ben-Hur» (1959)
Un año entero para preparar una secuencia míticaLa película «Ben-Hur» (1959), de William Wyler, contiene la más espectacular recreación de una carrera de cuadrigas de la historia del cine, pendiente de ser superada por su «remake» dirigido por Timur Bekmambetov (2016). La escena de la carrera, que estuvo preparándose durante un año, se inspira a su vez en la secuencia paralela de la primera versión de la película, de Fred Niblo (1925). Históricamente, pese a las licencias habituales, se trata de una recreación bastante fiel del circo y sus elementos clave, que permiten al espectador hacerse una idea de la magnificencia del Circo Máximo y de la potencia política que la comunión entre emperador y pueblo permitía en aquel espectáculo.
Un clásico popular que sigue vendiendo
La novela «Ben-Hur» del escritor Lewis Wallace, publicada en 1880, fue un éxito muy notable de público y tuvo una enorme fama en su tiempo y en la posteridad, gracias en parte al cine. Pese a ciertas carencias literarias que refieren sus críticos frente a otros clásicos de la novela histórica sobre el mundo romano –excelentes son «Quo Vadis», la introspectiva «La muerte de Virgilio» o la inolvidable «Memorias de Adriano»– «Ben-Hur» presenta de forma atractiva una narración que mezcla los aspectos más populares del mundo romano con el elogio del nacimiento del cristianismo. La combinación entre personajes ficticios y reales, así como la paráfrasis de la narrativa de los Evangelios, combinando romanticismo y espiritualidad, son una de las claves de su éxito. El autor dio su visión sobre el Jesús histórico y su contexto y realizó una obra histórica, romántica y a la par apologética que ha gozado del favor del público desde entonces. Lewis Wallace dijo que escribió «Ben-Hur» como una manera de interpretar sus propias creencias acerca de Dios y de Cristo. La novela ha sido muy popular desde su publicación; a menudo aparece en las listas principales de la literatura estadounidense como uno de los libros más vendidos.
David Hernández de la Fuente es escritor y profesor de Historia Antigua de la UNED