lunes, 4 de diciembre de 2017

TERMAS ROMANAS DE BATH

El Gran Baño de las termas romanas de Bath, al suroeste de Inglaterra. Esta estancia de los antiguos baños públicos ha soportado diferentes modificaciones a lo largo de los siglos, pero aún conserva su esencia romana. El agua se calienta por debajo de la corteza terrestre y brota a través de un manantial que fue sagrado para los celtas, quienes construyeron un santuario en este lugar. En el siglo I d.C., durante la ocupación romana, el asentamiento pasó a llamarse Aquae Sulis, en honor a Sulis, una deidad céltica asociada a las fuentes termales, que fue identificada con la diosa Minerva. En el siglo VI, los sajones arrebataron la ciudad de Bath a los romanos y las termas fueron destruidas. Los baños se reconstruyeron siglos después, cuando sus aguas curativas fueron apreciadas de nuevo. En la imagen se puede percibir el agua vaporosa por el calor que desprende y verdosa por las algas que se forman en su interior al recibir la luz del sol. En época romana no presentaba este color, pues una cúpula cubría el recinto, sostenida por seis pilares de los que sólo se conservan sus pedestales. En las noches de verano se encienden las antorchas que reposan sobre las columnas neoclásicas, creando una atmósfera sugestiva.

Entre otros usos, este recurso se requería para el abastecimiento de las termas, establecimientos a donde todo romano que se preciara acudía, aunque es cierto que esta costumbre del baño parece que fue traída de Grecia, pues un romano tan tradicional como Catón decía no bañarse delante de su propio hijo por pudor. Pero desde el siglo II a.C. los baños públicos –balneae en latín, pues thermae proviene del griego- se fueron haciendo habituales y el pudor de Catón dio paso a una costumbre de gran arraigo entre los romanos. El agua se convirtió en un elemento fundamental para la salud: salutem per aquam, que da lugar al acrónimo “spa”. En definitiva, los baños son un símbolo de la romanidad.


En todas las ciudades existían establecimientos de baños o termas, de mayor o menor tamaño, más suntuosas o menos. Si atendemos a Roma, a finales del primer siglo a.C. existían nada menos que 170 establecimientos termales según el censo realizado por el amigo de Augusto, Agripa. Más de un siglo después parece que rondaban el millar. Agripa, en cualquier caso, en su cargo de edil construyó las primeras grandes termas con las que contó Roma. Una costumbre que parece que tomaron más adelante varios emperadores, que no dejaron pasar la oportunidad para dotar a la Ciudad Eterna de cada vez mayores complejos termales: Nerón, en el Campo de Marte; las de Tito, sobre los flacos de la antigua Domus Aurea –residencia del primero-, cerca del Coliseo, y sobre las que Trajano levanto las suyas. Las más famosas de todas, en cualquier caso, fueron las de Caracalla en el siglo III d.C., aunque la primera piedra la puso el primer miembro de la dinastía, Septimio Severo, y se terminaron en el reinado de su último miembro, Alejandro Severo. También Diocleciano y Constantino construyeron las suyas propias. Pero las termas no eran solo cosa de Roma y de los emperadores. A lo largo y ancho del Imperio, los potentados locales construían termas con su propio dinero, por lo general para ganar elecciones en sus municipios o ser recordado por sus vecinos cada vez que estos se dieran un baño. Otros las construyeron como un auténtico negocio, puesto que se debía pagar entrada –aunque estas fueran públicas-, aunque la cantidad era ridícula, un cuadrans o un cuarto de as. Tal es así que el mencionado Agripa pagó la entrada a todos los habitantes de Roma durante su año en la edilidad.
En origen, las termas no cuentan con ningún tipo de planteamiento arquitectónico homogéneo. Las distintas salas se añadían sin seguir ningún tipo de orden, adaptándose, más bien, al espacio disponible. Al final de la época de los Julio-Claudios, se comenzaron a diseñar con un eje de simetría, y, en tiempos de Trajano, los planos de las termas solían ser similares para la mayor parte del Imperio, al menos para los edificios más suntuarios que imitaban los programas imperiales de Roma. Vitrubio, por su parte, da en su libro quinto de arquitectura una serie de consejos sobre cómo deben ser construidas. En cualquier caso, no entraremos a hablar sobre la arquitectura de las termas, sino de las estancias y funcionamiento de estos establecimiento

Todas las termas contaban con cuatro estancias o salas fundamentales: Apodyterium, frigidarium, tepidarium y caldarium, las cuales eran recorridas por el romano o romana en el mismo orden en que han sido citadas. El apodyterium era la sala más cercana a la entrada. Podemos considerarlo como un vestuario en donde se desnudaban y se guardaban las prendas antes de iniciar el baño. Una vez desnudos, pasaban al frigidarium, que como su nombre indica, era una sala con una o varias piscinas –a veces de grandes dimensiones- de agua fría. En las termas de mayor tamaño, además, existía una zona al aire libre con una natatio, es decir, una piscina con profundidad suficiente como para poder practicar natación. En cualquier caso, del frigidarium se pasaba al tepidarium, en el que existían piscinas o piscina –alveus– con agua tibia. Se trataba, más bien, de una sala de transición entre el frio y el calor, puesto que la siguiente sala era el caldarium, en donde se encontraban las piscinas de agua caliente.

El baño en ningún caso terminaba en el caldarium. Luego se volvía a realizar el circuito tepidariumfrigidarium, tras lo cual el romano daba por finalizado el baño. Algunas termas duplicaban el tepidarium –o incluso también el frigidarium– para que las personas realizaran el recorrido en una única dirección, sin necesidad de volver sobre sus pasos. Del mismo modo, en otras existían dobles circuitos para hombres y mujeres o, de lo contrario, se establecían horarios distintos para un sexo u otro. Aunque no siempre estuvo prohibido que hombres y mujeres se bañaran juntos, al menos en época de Marcial y Juvenal, pero parece que los muchos escándalos sexuales que sucedían en los baños hicieron que Adriano decretara la segregación por sexo.
También el romano podía pasar por el baño turco, denominado laconicum o sudatio. Se trataba de una pequeña estancia circular y abovedada en donde se alcanzaban, como en cualquier sauna actual, altas temperaturas gracias a un hogar o brasero. La temperatura, en cualquier caso, podía ser regulada, al parecer, mediante un oculus –abertura circular- en su cúpula que era cubierto por un disco de bronce que se abría o cerraba en función de las necesidades de mayor o menor calor.
Además de la rica ornamentación que algunas termas podían tener y de la capacidad constructiva de los complejos imperiales, debemos advertir dos cuestiones técnicas fundamentales. Una, la traída de agua: contaban con un continuado suministro de este recurso hídrico -a veces de acueductos propios-, depósitos y todo un sistema de tuberías y desagües para conducirla. La segunda y más importante, la capacidad técnica de calentar grandes cantidades de agua y las propias salas.

   Respecto a esto último, como ha sido habitual hasta que se descubrió la electricidad y el uso del gas, el único medio que ha tenido la humanidad para calentarse ha sido por medio del fuego. Los romanos, por lo general, usaban en sus casas braseros, sin que se dejaran aberturas para evacuar el humo, por lo que las intoxicaciones por óxido de carbono eran habituales, aunque se utilizara madera muy seca o carbón vegetal. De esta manera, los braseros fueron utilizados en las primeras termas como muestran las temas del Foro de Pompeya en donde se ha encontrado un enorme brasero de bronce. Pero este sistema, como se puede entender, era muy limitado. La gran innovación fue, sin duda, el hipocausto a finales del siglo II a.C. Como indica la etimología de la palabra, se trata de una calefacción inferior, que, en cualquier caso, fue ideado previamente por los griegos, aunque suponemos que mejorado por los romanos. En cualquier caso, este tipo de calefacción se basaba, en primer lugar, en un hogar o praefurnium que se encontraba en el sótano, concretamente situado directamente debajo de la sala del caldarium o muy próxima a la misma. Encima este horno, de hecho, se podían encontrar los depósitos de agua caliente. El calor que este emitía debía expandirse por la estancia subterránea, que se caracterizaba por ser un bosque de piletas de ladrillo que sujetaban el suelo de la estancia superior. Se trataba, por tanto, de un suelo colgante –suspensura-, también denominado suelo de circulación. Conforme más alejado estuviera una estancia del horno, el aire perdía calor, por tanto el tepidarium debía siempre encontrarse lo suficientemente lejos del praefurnium para que el grado de calor que le llegara fuera inferior a la del caldarium. Este tipo de calefacción, en cualquier caso, tenía una ventaja clara: las estancias no se llenaban de humo.
Para mejorar el sistema de calefacción, el aire caliente también ascendía por las paredes de forma vertical, que al mismo tiempo actuaba de chimenea, puesto que el humo finalmente salía por la parte superior del edificio. Para esto, el tabique estaba revestido de unos ladrillos planos, llamados tegulae mammatae o tejas de tetilla, puesto que en su cara interior contaba con cuatro o cinco pernos que los sujetaba a la pared, pero que permitía que hubiera un espacio por donde circulara el aire caliente. No obstante, la técnica no era del todo buena, puesto que no siempre el aire ascendía debido a esos propios pernos y las corrientes internas que se producían en este espacio. Ya en el siglo I d.C. se crearon los tubuli. Estos eran cerámicas con sección rectangular que permitían crear un espacio vertical y delimitado de ascenso, a modo de chimenea, lo que evitaba que se produjeran las mencionadas corrientes.


Estos sistemas de calefacción, en cualquier caso, no se utilizaron solo para las termas. Las casas particulares, al menos las más pudientes, contaban con sistemas parecidos –también las más lujosas villas contaban con balnea privados-, y sobre todo en las regiones más frías del imperio era un sistema habitual. Claro está, el brasero siguió siendo utilizado, en concreto entre el pueblo menudo, y la única manera de calentar estancias, por ejemplo, en las insulae de varios pisos.
El romano, por lo general, cuando acudía a las termas era para bañarse como parece lógico. Pero estos recintos termales, al menos los más importantes, ofertaban muy diversas actividades. A diferencia que los griegos, para quienes el baño era el accesorio tras la realización de deporte, para el romano el deporte era en realidad el accesorio. Por ello, algunas termas contaban con una palestra –palaestra-, un patio, por lo general porticado, de considerable dimensiones, por si deseaban realizar ejercicio físico previo al baño. En algunas había tabernae, es decir, tiendas, en donde se ofertaban alimentos por si el agua abría el apetito de los bañistas. También jardines para pasear, salones para reposar, servicios de masajes –previo pago al correspondiente esclavo-, así como lupanares donde dar salida a las pasiones. Para los más eruditos, también bibliotecas para deleitarse con la lectura.
Las termas, por otro lado, era uno de los principales lugares para hacer vida comunitaria. Los romanos iban allí a ver amigos y hablar con ellos, o incluso a cerrar negocios de cualquier tipo, incluidas cuestiones políticas. No es de extrañar que las piscinas a las que hemos hecho mención se caracterizaran por tener escalones en su interior que permitieran sentarse y, por tanto, poder reposar mientras se entablaba conversación con los otros bañistas.