martes, 30 de septiembre de 2014

MECENAS. ORIGEN DE LA PALABRA

Gracias a su amistad con Augusto, Cayo Mecenas se convirtió en uno de los hombres más poderosos de Roma y amasó una gran fortuna con la que patrocinó a los literatos de la época.
Persona que patrocina las artes y las letras»: así define el Diccionario de la Real Academia Española el término «mecenas», en referencia a los individuos que dedican parte de sus riquezas a financiar obras culturales diversas, sea un museo, una ópera o un premio artístico o literario. El término procede, como también indica el Diccionario de la Academia, de un personaje de la historia romana que patrocinó con sus riquezas y su influencia a los grandes literatos de la Roma de aquellos años, como Horacio, Virgilio o Propercio. Sin su ayuda, es posible que alguno de los versos más bellos de la literatura universal no hubieran visto la luz. Pero el primer Mecenas de la historia no fue sólo un protector de las artes. Amigo y consejero de Augusto, fue uno de los hombres más poderosos del reinado del primer emperador de Roma. Al servicio de Octavio Cayo Mecenas nació probablemente en Arretium (Arezzo), una localidad etrusca del centro de Italia. Se decía que tenía sangre real, como descendiente de los monarcas etruscos de la ciudad a través de la familia de su madre, los Cilnios. Horacio, por ello, lo llamaba «Mecenas, nacido de reyes antiguos, mi dulce baluarte y honor».
 
 Sin embargo, Mecenas perteneció siempre al orden de los caballeros, inferior al de los senadores, y nunca quiso incorporarse al Senado, algo que habría estado a su alcance en cualquier momento gracias a su estrecha relación con Octavio. Aunque era unos años mayor, Mecenas fue un amigo de primera hora de Octavio, sobrino de Julio César. A la muerte de éste, en 44 a.C., se le unió de inmediato en su lucha por hacerse con el poder. A lo largo del triunvirato que Octavio formó con Marco Antonio y Marco Emilio Lépido (43-33 a. C.), Mecenas realizó importantes gestiones diplomáticas al servicio de su amigo. En 40 a.C. arregló su matrimonio con Escribonia, pariente de Sexto Pompeyo (hijo de Pompeyo el Grande), con la intención de cimentar una alianza entre Octavio y el almirante republicano que evitara una guerra civil con éste y le diera ventaja sobre los otros triunviros. El matrimonio, desde luego, no fue feliz, pero sí dio a Octavio su única descendencia, Julia, cuyos nietos y bisnietos gobernarían el Imperio durante el siguiente siglo. Tres años más tarde marchó a Tarento como enviado personal de Octavio, y allí suscribió un tratado en el que se acordaba un nuevo reparto de las áreas de influencia entre éste y Marco Antonio que dejó a Lépido prácticamente fuera de juego. En 36 a.C., la paz con Sexto Pompeyo fracasó y Octavio marchó a Sicilia a combatirlo. Mecenas permaneció en Roma investido del máximo poder en la ciudad y en Italia. También participó, como mano derecha de Octavio, en la campaña militar que culminaría en la batalla de Actium, que representó la victoria definitiva de aquel sobre Marco Antonio. Tras la contienda, Mecenas persiguió de forma implacable a los opositores del nuevo hombre fuerte de Roma. En el año 30 a.C., por ejemplo, sofocó rápidamente una conspiración para asesinar a Augusto haciendo que se suicidaran su cabecilla, Lépido el Joven (hijo del antiguo triunviro), y su esposa. El perfecto sibarita Las ocupaciones políticas, sin embargo, nunca absorbieron totalmente a Mecenas. Muy al contrario, el influyente ministro de Augusto era conocido entre sus contemporáneos por su tren de vida derrochador y su afición ilimitada por los placeres y los refinamientos. De hecho, muchos consideraban estos gustos como un signo de molicie y afeminamiento, diciendo que podía «superar a una mujer en su dedicación a la indolencia y el lujo». Llamaba la atención su modo de vestir, su manera de ceñirse la túnica sobre las rodillas dejando que pendiera suelta hasta los talones como las enaguas de una mujer; o el modo que tenía de mantener la cabeza cubierta con su manto o pallium cuando presidía un tribunal. Ese supuesto amaneramiento se traslucía en el estilo recargado de los poemas que compuso, de los que se conservan algunos fragmentos.
 
 Por esta razón, el propio Octavio se burló de él en una carta transmitida por Macrobio, en la que lo llamaba «ébano de Medulia, marfil de Etruria, hinojo de Arretium, diamante del Adriático, perla del Tíber, esmeralda de Cilnia, jaspe de Iguvium, berilo de Persenna, granate de Italia», haciendo alusión asimismo al gusto de Mecenas por las piedras preciosas. Inmensamente rico, Mecenas se hizo construir una gran residencia en el monte Esquilino, rodeada por los célebres Jardines de Mecenas de los que hoy se conservan aún algunos restos, aunque en absoluto dan una idea del esplendor de esa propiedad, que después pasaría a ser la residencia de Tiberio, el sucesor de Augusto, tras la vuelta de su exilio en Rodas. Allí celebraba espléndidos banquetes con manjares exquisitos que puso de moda en Roma, como la carne de monos jóvenes. Se decía que le gustaba conciliar el sueño al son de música lejana tocada por músicos escondidos entre los setos. Era, en suma, un auténtico sibarita, en marcado contraste con el carácter del otro consejero principal de Augusto, su yerno Marco Agripa, hombre de carácter más bien sencillo y con vocación militar, aunque también fue un notable coleccionista de arte. Aficionado a la música, el teatro –en particular los mimos– y también a la poesía, Mecenas se rodeó de los principales escritores de Roma, como Virgilio, Horacio y Propercio. Sin duda, ello se debía a su propia sensibilidad literaria, pero había también otras razones. Mecenas se había dado cuenta de que un simple poeta como Catulo había perjudicado seriamente la imagen de Julio César con acusaciones maliciosas como la de ser amante de un tal Mamurra, uno de sus oficiales de intendencia. Para impedir que Octavio sufriera los mismos ataques, Mecenas decidió atraerse a los poetas más destacados de su generación y convencerlos de que cantaran las alabanzas del fundador del Imperio. Un patrón poco exigente Algunos a veces se resistían a desempeñar el papel de poeta oficial, como Horacio, que en una oda se quejaba de que lo suyo era la poesía amatoria, no adular a Octavio: «La Musa quiere que yo celebre los dulces cantos de mi ama Licimnia…». Virgilio, en cambio, se mostró más dispuesto a jugar ese papel; su Eneida se planteó como un poema laudatorio de los antepasados de Augusto, a modo de «premonición» de la obra de éste como fundador y pacificador del Imperio.
 
 Para atraer a todos estos poetas, Mecenas organizaba irresistibles banquetes y orgías, y les ofrecía influencia, dinero y favores. Esto no significa que los literatos se dejaron comprar sin más; Horacio, por ejemplo, aceptó una modesta hacienda en la región de Sabina, pero en sus poemas declara que no aceptó prebendas o cargos públicos ni encargos de cantar las glorias de Augusto. En cuanto a Virgilio y Propercio, no puede decirse que alabaran en exceso al nuevo emperador. Tras la proclamación de Octavio como emperador, con el nombre de Augusto, en el año 27 a.C., Mecenas siguió desempeñando un papel prominente en la corte, pero en un segundo plano frente a Agripa, quien llegó a ser considerado como el sucesor de Augusto. Con el tiempo, las relaciones con el emperador se enfriaron por causas difíciles de determinar; quizá fue el affaire de Augusto con la esposa de Mecenas, Terencia, o bien la intercesión del consejero para librar a su cuñado Terencio Varrón Murena de una acusación por traición. Al final, Mecenas se retiró a su palacio del Esquilino, donde se dedicó a sus libros y a sus artistas. Como no tenía descendencia, en su testamento legó toda su fortuna a Augusto, su protector y el hombre por quien tanto había hecho en vida y ante la posteridad.