"Pero yo, habiendo leído y oído mucho de los heroicos
hechos del pueblo romano, así en paz como en las guerras que
hizo por mar y tierra, tuve acaso la curiosidad de inquirir
qué fue lo que principalmente pudo haber sostenido en Roma
el peso de tan grandes negocios. Porque veía que el pueblo
romano había combatido contra grandes legiones de enemigos,
por lo regular con un puñado de gente; que había hecho
guerra a reyes poderosos con ejércitos pequeños; que había,
asimismo, experimentado varios reveses de fortuna, y que era
inferior a los griegos en elocuencia y a los galos en
crédito de guerreros. Y después de mucha reflexión y examen,
venía a concluir que todo se debía al gran valor de pocos
ciudadanos, y que por ellos venció la pobreza a las riquezas
y el corto número a grandes muchedumbres. Pero después que
la ciudad se estragó con el lujo y la desidia, sobrellevaba
aún la república con su grandeza los vicios de sus generales
y magistrados, sin haber dado a luz en muchos años, como
madre ya infecunda, varón alguno de señalada virtud. No
obstante esto, hubo en mi tiempo dos que ciertamente lo
fueron, aunque de costumbres diferentes. Marco Catón y Cayo
César; y pues nos los presenta la ocasión, no quiero dejarla
pasar sin decir lo mejor que sepa el genio y calidades de
uno y otro.
Fueron, pues, éstos casi iguales en nacimiento,
edad y elocuencia; iguales en grandeza de ánimo y en gloria,
pero cada uno por su rumbo. César era reputado grande por su
liberalidad y beneficios; Catón por la integridad de su
vida. A aquél hizo ilustre su piedad y mansedumbre; a éste,
respetable su severidad. César se granjeó fama dando,
socorriendo y perdonando; Catón, sin dar a nadie nada. Uno
era el asilo de los miserables; otro, la ruina de los malos.
De aquél se alababa la afabilidad; de éste, la constancia.
En suma, César tenía por máxima trabajar, desvelarse,
atender a los negocios de sus amigos, descuidando de los
suyos; no negar cosa que fuese razonable; para sí apetecía
dilatado mando, ejército y guerra nueva en que campease su
valor. Catón ponía su mira en la moderación, en el decoro y
especialmente en la entereza de ánimo. Y así no aspiraba a
ser más rico, ni a tener más séquito que otros, sino a
exceder al esforzado en valor, al modesto en honestidad, al
virtuoso en integridad de costumbres; quería, en fin, más
ser bueno que parecerlo, con lo que cuanto menos pretendía
gloria, tanto se la conciliaba mayor."
(Cayo Salustio Crispo, La conjuración de Catilina)