Decidido a poner límites a las fronteras del Imperio
en Britania, el emperador Adriano ordenó construir un muro de más de
cien kilómetros que cruzara la isla de este a oeste
Por Juan Manuel Cortés Copete. Profesor titular de Historia Antigua. Universidad Pablo de Olavide (Sevilla), Historia NG nº 139
En el año 122, Publio Elio Adriano desembarcó en Britania. Con su
habitual energía, el emperador marchó hacia el norte, hasta la actual
Newcastle, y allí ordenó la construcción de una nueva y faraónica obra:
un muro que atravesara la isla de mar a mar. Por primera vez en su larga
historia de victorias y conquistas parecía que Roma había encontrado
los límites de su Imperio.
La reforma del ejército
El
reinado de Adriano había comenzado con los peores augurios. A la muerte
de Trajano, su predecesor, en agosto de 117, la situación era crítica:
se habían sublevado tanto los judíos como los territorios recientemente
conquistados por Trajano en su campaña contra los partos, como
Mesopotamia y Armenia. Y había problemas en otros lugares. De Britania
llegaban terribles noticias; se hablaba de la imposibilidad de seguir
dominando la isla y de multitud de romanos muertos en combate. El
emperador descubrió que el poder de Roma tenía límites, realidad hasta
entonces inconcebible para un romano. Adriano eligió salvar el Imperio y
abandonar las últimas provincias conquistadas por Trajano, que tanta
resistencia oponían. Roma debería conservar sus fronteras y fortalecerse
en su interior.
El 21 de abril de 121, Adriano celebró el
aniversario de la fundación de Roma. Ese día se conmemoraba el trazado
por Rómulo del recinto sagrado de la ciudad, el pomerio. Para la
ocasión, el emperador ordenó renovar las marcas y los mojones que lo
limitaban. En la tradición romana, la superficie de la ciudad de Roma
sólo podía ser acrecentada por quienes hubiesen añadido nuevas
provincias al Imperio, lo cual no era el propósito de Adriano, que se
limitó a restaurar los límites tradicionales. El mensaje estaba claro:
el tiempo de la expansión había terminado.
Pocos días más tarde, el
emperador abandonaba Roma para realizar una gira por las provincias
occidentales: Galia, Germania, Britania e Hispania. La expedición tenía
una clara intención militar. Por una parte, el emperador se esforzó por
restaurar la disciplina en los cuarteles. Perdida la expectativa de
nuevas conquistas, la vida de los soldados tendía a relajarse y a
rodearse de comodidades impropias de la existencia militar, cuya
disciplina y dureza Adriano se empeñó en restaurar. Se convirtió en un
ejemplo para sus soldados: marchaba con ellos, dormía al raso y comía el
mismo rancho. Prohibió el lujo en los cuarteles e insistió en la
necesidad del entrenamiento constante mediante la realización de
maniobras y ejercicios tácticos que él mismo corregía con arengas que
dirigía a las unidades participantes.
Fue entonces cuando descubrió
el valor formativo que para un ejército tenía la realización de obras
públicas. Con ellas los soldados se endurecían, abandonaban la
inactividad y además aprendían la importancia del trabajo en equipo.
La
transformación empezó en Germania. Bajo Domiciano, las legiones habían
controlado los campos que se extienden al sureste del Rin y el norte del
Danubio, en el valle del río Meno (Main). Estas tierras habían recibido
el nombre de Agri Decumates porque sus ocupantes pagaban como impuesto
el diezmo, la décima parte de la cosecha. La defensa de estos
territorios se fundaba sobre una calzada militar y algunos puestos de
vigilancia. Adriano decidió levantar allí una empalizada continua para
marcar los límites de los territorios romanos y para ello se talaron
miles de árboles. Así, los cursos del Rin y del Danubio quedaron unidos
por la primera barrera artificial del Imperio. Roma empezaba a tener un
auténtico límite.
La frontera de piedra
Adriano tenía
nuevos planes para la provincia de Britania. Consciente de que el
deterioro de la guarnición era la causa última de los problemas que la
isla había vivido, organizó el traslado de algunos contingentes desde
provincias vecinas. Un tal Pontio Sabino fue el oficial encargado de
llevar tres mil legionarios de refuerzo. Provenían tanto de Germania
como de la legión VII Gemina, acantonada en Hispania. Pero no fueron
éstos los únicos soldados que llegaron de la península Ibérica. Al menos
la I Cohorte Hispana, una unidad auxiliar, fue también trasladada a la
isla. El emperador se hizo acompañar de la legión VI Victrix, que hasta
entonces había tenido su cuartel en Vetera, la actual Xanten, en
Alemania.
Pero estos refuerzos no estaban destinados a reiniciar la
conquista, sino a reforzar la frontera. En la línea entre el río Tyne y
el golfo de Solwey, límite efectivo de la dominación romana, ya se
habían levantado algunas infraestructuras fronterizas. La más importante
de ellas era la vía militar que la recorría de este a oeste, la
Stanegate, la «carretera de piedra». A lo largo de esta vía se habían
construido algunos fuertes y torres de vigilancia. Este sistema no era
nuevo: en Oriente, para vigilar el desierto, se había construido del
mismo modo la Vía Trajana.
Los planes de Adriano iban más allá. Al
llegar a Newcastle ordenó construir un puente que uniera ambas orillas
del río Tyne. Este puente, que recibió en su honor el nombre de Elio,
habría de ser el inicio de la más importante obra militar construida
bajo su reinado: el muro que uniría las dos orillas del mar. Una
inscripción mutilada conserva lo que parece ser el discurso con el que
el emperador anunció su decisión. No es mucho lo que se lee, pero sí
podemos estar seguros de que Adriano invocó un «divino precepto» para
levantar un muro que sería obra del «ejército de la provincia» y que
debería unir «las orillas de ambos océanos».
Una muralla en Britania
El sentido político y militar de
aquella obra sigue siendo objeto de debate. Deberíamos desterrar la
pretensión de comparar el muro de Adriano con las murallas de una ciudad
antigua, capaces de resistir un asalto. Ni su altura ni la anchura de
su adarve o camino de ronda parecen suficientes para ofrecer una
resistencia efectiva. Además, su enorme longitud impediría una
distribución eficaz de las fuerzas romanas. Evidentemente, un grupo
organizado de bárbaros podría asaltar el muro por algún punto
determinado sin que las legiones fueran capaces de frenarlo. La derrota
de estos posibles invasores debería realizarse ya sobre suelo romano.
Por eso, al sur del muro se mantuvieron los grandes fuertes para las
legiones y las unidades auxiliares, que debían proporcionar la necesaria
defensa en profundidad. Por otra parte, no debe olvidarse que el muro
estaba sembrado de puertas.
Cada milla (unos 1.500 metros) se había construido una puerta, con lo que la estructura presentaba numerosos puntos débiles.
Sólo
una fuente antigua habla explícitamente del muro. La biografía de
Adriano en la Historia augusta informa del propósito imperial: «Fue el
primero que trazó un muro, de ochenta mil pasos, para separar a los
bárbaros de los romanos». Este pasaje proporciona la clave para
entenderlo. Aunque construido por las legiones y vigilado por tropas
auxiliares, el valor del muro estaba en su capacidad de regular los
límites de la vida civilizada, de canalizar los intercambios entre el
suelo romano y el bárbaro. Cuando las gentes del norte quisieran
comerciar en tierras romanas, las puertas del muro se abrirían tras los
necesarios controles de seguridad y tras haber pagado los portoria, los
impuestos a la importación. Otro tanto ocurría con los mercaderes
romanos que quisieran vender sus productos en territorios no ocupados.
Además, las patrullas romanas que continuaron recorriendo las tierras al
norte del muro tenían en él el soporte logístico y operativo para
realizar sus tareas con seguridad.
Y así, el muro se convirtió en una
frontera abierta, pero bien controlada, que habría de permitir no sólo
la consolidación de la vida civilizada en las tierras del sur, sino una
relación pacífica y ordenada con los bárbaros del norte.
Antonino erige otro muro
En
el año 142, cuatro años después de la muerte de Adriano, su sucesor,
Antonino Pío, ordenó el inicio de la construcción de un segundo muro
entre el estuario del río Forth, al este, y el fiordo del Clyde, en la
costa occidental. No eran desconocidas estas tierras para los romanos,
que a las órdenes de Julio Agrícola ya las habían alcanzado en el siglo
I. Por muy paradójico que sea, la construcción de este segundo muro, 140
kilómetros al norte del primero, era el reconocimiento del éxito del
muro de Adriano. La obra de este emperador se había concebido como un
instrumento de regulación de la frontera y las consecuencias habían sido
absolutamente positivas. No sólo se había protegido el proceso de
romanización de los pueblos al sur del muro, sino que los vecinos del
norte, los que vivían allende la muralla, habían recibido el beneficioso
efecto de la civilización romana. Gracias a esto, Antonino Pío los pudo
incorporar sin peligro a los dominios imperiales, aunque por lo demás
siguió fielmente el precepto de Adriano de no acrecentar los dominios de
Roma.
Pero este éxito sólo fue el preludio de mayores tormentas. Las
tribus que habitaban las tierras de Escocia no pudieron ser tan
fácilmente atraídas a la civilización. Tras la muerte del emperador, en
el año 161, y como consecuencia de la presión bárbara, el muro de
Antonino fue abandonado y la frontera volvió a instalarse en la antigua
muralla de Adriano. Su destino era el de convertirse en baluarte del
Imperio.
Para saber más
Adriano, la biografía del emperador que cambió el curso de la historia. A. R. Birley. Gredos, Madrid, 2010.
El muro de Adriano. N. Fields. Osprey-RBA, Barcelona, 2009.